Hola de parte de los niños de La Tierra
En 1977 dos sondas espaciales despegaron rumbo a los planetas exteriores. Su objetivo era estudiar Júpiter y Saturno y, aunque por entonces no estaba claro, Urano y Neptuno. Pasarían a la historia con el nombre de Voyager 1 y Voyager 2 («viajero» en inglés). Las Voyager aprovecharon el impulso político del programa Apolo y una oportunidad única que se da cada varios siglos en forma de inusual alineación planetaria, una alineación que permitía que una única sonda espacial pudiese visitar los cuatro planetas exteriores sin apenas maniobras propulsivas. La Voyager 1 sobrevolaría Júpiter y Saturno, mientras que la Voyager 2 estudiaría esos dos planetas y, además, continuaría hasta Urano y Neptuno. Las dos naves nos descubrieron muchos de los secretos de los planetas exteriores e incluso revelaron la existencia de satélites en los que, quizás, la vida podía haber surgido, como es el caso de Europa, una luna de Júpiter. Pero, más allá de la larga lista de descubrimientos científicos, las Voyager pasarían a la historia por abandonar el sistema solar. Efectivamente, las dos naves continuaron más allá de la órbita de Neptuno para no volver. No eran los primeros artefactos humanos en seguir una trayectoria de escape del sistema solar, pues ya las Pioneer 10 y 11 habían hecho lo mismo unos años antes. Pero las Voyager viajaban más rápido y terminarían por adelantar a sus hermanas. Hoy en día son los objetos más lejanos que haya fabricado el ser humano. Y la distancia con la Tierra no para de aumentar: las dos sondas se alejan a 17 y 15 kilómetros por segundo con respecto al Sol.
En 1990, cuando ya había terminado su misión científica, la Voyager 1 llevó a cabo una última tarea. Activó sus cámaras y apuntó hacia las cercanías del Sol para obtener una serie de fotografías de los planetas del sistema solar. A una distancia de más de seis mil millones de kilómetros, las imágenes no tenían valor científico alguno. Desde una distancia de más de seis mil millones de kilómetros, los planetas apenas se verían como simples puntos. Muchos en la NASA pensaban que era una pérdida de tiempo. La iniciativa había sido impulsada por Carl Sagan, famoso astrónomo y divulgador científico. Sagan tuvo que usar sus contactos al más alto nivel para que los encargados de la misión aceptasen hacer la serie de fotos. Finalmente, el 14 de febrero de 1990, la Voyager activó su cámara y tomó sesenta fotografías. Para garantizar que los planetas se viesen bien, las investigadoras Candy Hansen y Carolyn Porco habían calculado el tiempo de exposición adecuado para cada mundo a través de los tres filtros de las cámaras. Mercurio y Marte no aparecieron en la foto de familia, pero sí el resto de planetas. La imagen en la que debía estar la Tierra estaba ocupada por un rayo de luz. Parecía que la iniciativa había fracasado. Pero no, si uno forzaba la vista podía ver un pequeño punto azul pálido. Nuestro planeta en medio de la inmensidad del espacio interplanetario como una simple mota luminosa.
La imagen del «punto azul pálido» fue popularizada por Sagan como ejemplo de nuestra insignificancia cósmica. Toda la historia de la humanidad se ha concentrado en ese insignificante y pequeño punto. Y, sin embargo, al mismo tiempo la fotografía nos muestra de lo que es capaz el ser humano. Una especie de primates más o menos inteligentes que apareció recientemente en la historia de la Tierra ha sido capaz de enviar un mensajero robótico fuera del sistema solar para fotografiar su planeta natal desde miles de millones de kilómetros de distancia. ¿No es impresionante? Y es que, parafraseando a Sagan, a pesar de nuestras miserias, el ser humano es capaz de cosas maravillosas cuando se lo propone. Las Voyager seguirán con su eterno viaje interestelar, aunque sus sistemas dejarán de funcionar y se apagarán para siempre dentro de unos años. En el improbable caso de que una civilización tecnológica las encuentre en medio del vacío, las dos naves llevan unos discos analógicos con imágenes y sonidos de la Tierra. Cuando ya no estemos aquí, cuando la humanidad haya desaparecido, cuando el Sol haya destruido la Tierra tras convertirse en una gigante roja, las dos Voyager seguirán vagando por el cosmos con sus mensajes, un recordatorio de que, una vez, en un pequeño rincón de la Vía Láctea vivieron seres inteligentes que amaron, sufrieron y se preguntaron si estaban solos en la vastedad del universo. Quizá lo único que quede de nosotros después de miles de millones de años sean esos dos discos dorados. Y quizá algún alienígena en un futuro lejano intentará descifrar, seguramente sin éxito, los mensajes grabados en ellos. «Hola de parte de los niños del planeta Tierra», dice uno de esos mensajes de voz, grabado por un pequeño niño de seis años que no era otro que Nick Sagan, uno de los hijos de Carl Sagan.
Pocas ramas de la ciencia existen que sean más inspiradoras que la astronomía. Hay quienes piensan que la ciencia es incompatible con el romanticismo o el humanismo. Todo lo contrario. Más allá de los beneficios tecnológicos de los que todos disfrutamos, gracias a la ciencia somos conscientes de nuestro lugar en el cosmos. La solución a los muchos males que aquejan nuestro planeta y a nosotros no es menos ciencia, sino más. El tremendo poder de la astronomía para inspirar a los más jóvenes es una oportunidad maravillosa para introducir a las nuevas generaciones en los diferentes campos de la ciencia y cultivar las vocaciones científicas.